

Un hacendado millonario apuesta un millón a que nadie doma a su burro hasta que un joven muchacho lo deja boqui abierto. El amanecer en el campo pintaba el cielo de un rojo intenso, como si hasta el sol supiera que ese día no sería como cualquier otro. En la entrada principal del rancho más grande de la zona, el rancho Sol dorado, decenas de hombres se juntaban riendo, haciendo apuestas y echando carrilla. En medio de ellos, con su sombrero de cuero bien puesto, ropa elegante y una prepotencia que se sentía a kilómetros, estaba don Ricardo, el acendado
más rico y temido de toda la región, se subió a una caja y con voz potente le gritó a la gente. Escuchen bien, ha puesto un millón de pesos. un millón, repitió sosteniendo su sombrero en alto. A que ningún hombre de este campo es capaz de domar a mi burro, el rayo. La multitud estalló en carcajadas y burlas, y no era para menos. El rayo no era un burro cualquiera, era bravo, mañoso y ya había tirado a vaqueros experimentados, destrozado carretas y hasta herido a varias personas.
Quien lo veía no solo miraba a un animal, sino a un demonio disfrazado de bestia. Quien quiera intentarlo, que suba a la arena”, provocó Ricardo cruzándose de brazos y sonriendo con desprecio. Mientras tanto, a unos pocos kilómetros de allí, un chavo de piel morena, descalzo y con ropa remendada barría la entrada de una tiendita vieja. Se llamaba Mateo. Tenía solo 12 años, pero ya cargaba sobre sus hombros un peso que muchos adultos nunca soportarían. Mateo vivía con su abuela, doña Elena, una señora ya agotada que luchaba por mantener a ambos con vida.
Nadie sabía quién era su padre y su mamá se fue cuando él era solo un bebé. Desde entonces, Mateo hacía de todo. Vendía helados, lavaba patios, limpiaba parabrisas en la carretera, lo que fuera para conseguir unas monedas y llevar comida a la mesa. “Anda, chamaco!”, le gritó el dueño de la tiendita. Don Chema. “Si no acabas para mediodía, hoy no hay pan, ¿eh?” Mateo agachó la cabeza. No respondía. Había aprendido temprano que para quien nace pobre hablar de más solo trae problemas.
De repente oyó un ruido que venía de la radio vieja de la tiendita. El locutor anunciaba emocionado. Y el pueblo está que no se la cree, mi gente. El hacendado Ricardo, dueño del rancho Sol Dorado, ha lanzado una apuesta de un millón de pesos para quien logre domar a su burro. El rayo. ¿Será que alguien se atreva? Eh, Mateo se quedó inmóvil. El corazón le dio un brinco en el pecho. Un millón. Sus ojos se llenaron de esperanza y miedo al mismo tiempo.
Imaginó a su abuela sonriendo. Su casita humilde siendo reparada. comida en abundancia, medicinas, una vida que ni en sueños habían tenido, pero pronto la realidad lo golpeó. Él, un niño flacucho, débil, pobre, enfrentar a esa bestia, eso es una locura, pensó. Pero en el fondo, una voz terca le susurraba. Ese mismo día, apenas terminó el trabajo, Mateo corrió a casa. “Abuela, ¿sabías que están pagando un millón por domar al burro de don Ricardo?”, preguntó con los ojos brillantes.
Doña Elena casi tira la olla de frijoles. “Niño, quítate eso de la cabeza. Eso es cosa de hombres grandes. Ese no es un animal. Es el mismísimo en forma de burro. Dijo cruzándose de brazos y moviendo la cabeza. Pero Mateo se quedó pensativo. Desde pequeño tenía un don especial con los animales. Cuidaba gallinas bravas, calmaba perros ariscos y hasta un toro que se escapó una vez del rancho vecino. Solo él logró tranquilizarlo hablándole bajito, mirándolo a los ojos.
¿Será? ¿Será que yo puedo?, pensaba mientras miraba el cielo estrellado esa noche. Al día siguiente, con valentía en el pecho y miedo en las piernas, Mateo se puso su ropa más presentable, que no dejaba de ser un trapo. Se colocó el viejo gorra que su mamá dejó antes de irse y se dirigió al rancho. Al llegar, se topó con una escena que parecía sacada de una película. Un vaquero volando por un lado, otro cayendo de bruces, gritos, carcajadas y en medio de la arena de tierra, el rayo giraba, se encabritaba y pateaba como si fuera un huracán de cuatro patas.
“Otro más!”, gritó Ricardo riéndose a carcajadas. “Que traigan al siguiente valiente o idiota, da igual.” Mateo respiró hondo, apretó las manos y se acercó. “¿Qué hace este escinkle aquí?” Se burló uno de los vaqueros mirándolo de arriba a abajo. Perdió a su mamá, rió otro. Ricardo se cruzó de brazos y arqueó una ceja. ¿Y tú a qué vienes, chamaco? Mateo tragó saliva. La voz apenas le salió, pero salió. Yo yo quiero intentar. El silencio fue inmediato. Por unos segundos solo se escuchó el viento soplar.
De repente, una carcajada explotó, luego otra y otra, hasta que todos reían como si aquello fuera el chiste del año. “Estás de broma, ¿verdad?”, dijo un hombre limpiándose las lágrimas de tanto reír. “El burro te va a tragar entero, chamaco.” Pero Mateo no retrocedió. apretó la gorra en su cabeza y afirmó los pies en el suelo. Ricardo se acercó mirándolo a los ojos con esa típica mirada de quien nunca creyó ni quería creer en alguien como él.
¿De verdad quieres intentarlo? Eh, preguntó con media sonrisa burlona. Mateo respiró hondo. Sí, señor. El acendado se rió una vez más y chasqueó los dedos. Entonces, está bien. Suelten a la bestia. El rayo fue traído. Bufando, pateando, girando, escupiendo espuma por la boca. Los ojos del burro parecían brillar de rabia. “Última oportunidad para desistir, chamaco”, dijo Ricardo con ese desprecio escondido detrás de una sonrisa cínica. Mateo cerró los ojos, respiró hondo y dio un paso al frente.
Pero en el instante en que extendió la mano hacia el animal, algo que nadie esperaba sucedió. El rayo se detuvo. Los ojos del burro se cruzaron con los de Mateo y por primera vez ese día, el silencio se apoderó de toda la arena. “¿Qué? ¿Qué es esto?”, murmuró uno de los vaqueros apretando el sombrero. Mateo, sin desviar la mirada, dio un paso más, extendió la mano y lentamente tocó el cuello del animal. El rayo no retrocedió ni pateó, solo respiró hondo, como si por algún motivo entendiera a ese muchacho.
“Esto, esto no es posible”, susurró Ricardo apretando los puños. Y antes de que alguien pudiera reaccionar, Mateo comenzó a acercarse aún más hasta poner la mano en la crin del burro. Pero en ese mismo instante, un grito vino del fondo de la multitud. Cuidado, niño, te va a agarrar. El grito resonó tan fuerte que hizo que hasta los pájaros batieran las alas asustados. Pero Mateo no se movió. Miró bien dentro de los ojos del rayo y con una calma que nadie podía entender, susurró bajito, “Está todo bien, amigo.
No vine a hacerte daño.” El rayo respiraba pesado, bufando, el cuerpo tenso, listo para reaccionar a cualquier movimiento brusco, pero por algún motivo que ni los más viejos podían explicar. El animal se quedó allí firme, quieto. El silencio era tan absoluto que se podía oír hasta el susurro de las hojas con el viento. “Esto no está bien”, murmuró Ricardo frunciendo el ceño y cruzándose de brazos con fuerza. “Este chamaco está haciendo trampa.” Mateo pasó la mano despacio por la crin del animal, luego deslizó la mano hasta el hocico haciéndole un ligero cariño.
“¿Tienes miedo, verdad?”, susurró. “Yo también, pero lo vamos a lograr.” Y en el movimiento que hizo que todo el mundo contuviera la respiración, Mateo subió. Sí, montó en el burro. El rayo dio dos pasos hacia atrás, agitó la cabeza, golpeó los cascos en el suelo y de repente se detuvo. El niño se acomodó las piernas, se sujetó firme y se quedó allí sentado. La multitud, que hasta entonces se burlaba, ahora estaba muda. Miradas asombradas, bocas abiertas, sombreros apretados contra el pecho.
No, no puede ser, balbuceó uno de los vaqueros. Este animal nunca dejó que nadie se le subiera. Ricardo estaba rojo, rojo de rabia, de vergüenza, de incredulidad. “Vamos a ver hasta dónde llega esto.” Gruñó. “Suelten las cuerdas”. Cuando lo soltaron, el rayo, quizás irritado por estar siendo observado, comenzó a dar pequeños brincos, pero nada comparado con lo que hacía con los otros. No tenía esa furia descontrolada. Era como si respetara a Mateo. El niño se acomodó la gorra en la cabeza y con una sonrisa de lado habló bajito.
Vamos, compañero, solo un poquito más. Y entonces, para asombro general, el rayo comenzó a caminar. Sí, a caminar tranquilo, como si fuera un burro de carga bien entrenado. La gente empezó a murmurar, luego a susurrar, hasta que de repente alguien gritó. Lo logró. El chamaco domó al burro. La explosión de voces invadió el lugar. Unos gritaban de sorpresa, otros aplaudían y muchos simplemente no sabían si creían lo que estaban viendo. Ricardo, con los ojos brillando de odio, apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
“Esto es un fraude”, exclamó. “Este burro está enfermo. No puede ser. Vaqueros, llamen al veterinario. Esto es una trampa, pero los propios vaqueros, que conocían a ese animal mejor que nadie, empezaron a mirarse entre sí, moviendo la cabeza sin saber qué decir. Desde arriba del burro, Mateo miró al acendado y con una voz firme que ni él sabía de dónde sacó tanta valentía, le dijo, “Don Ricardo, yo yo domé al burro. Esto vale un millón, ¿verdad?” El haendado apretó tanto la mandíbula que parecía que se le iban a romper los dientes.
Respiró hondo, disimuló el nerviosismo y respondió forzando una sonrisa cínica. Chamaco, la apuesta es para hombres. Un niño no cuenta. La multitud que antes estaba en éxtasis se quedó en silencio. Miradas indignadas comenzaron a cruzarse. “¡Ah! Ahí sí no”, dijo uno de los vaqueros. La apuesta no decía nada de edad, solo que nadie lo domaría y él lo domó. Palabra de hombre se tiene que cumplir, don Ricardo. Completó otro. Pero Ricardo, ya nervioso, dio un paso al frente, estiró el dedo hacia Mateo y disparó.
Tú te sales de mi rancho ahora mismo. Esto no es lugar para chamacos metiches. Mateo sintió un nudo en la garganta. Bajó del burro respirando hondo, conteniendo las lágrimas. Pero antes de darse la vuelta para irse, miró a los ojos del ascendado y con la voz ahogada, pero firme dijo, “Está bien, pero Dios lo está viendo. ” Al alejarse, el rayo lo siguió. Sí. El burro que nunca se dejó domar por nadie caminaba detrás de Mateo como un perro fiel.
La multitud quedó en shock. El silencio era tan pesado que parecía que hasta el viento dejó de soplar. Ricardo se puso pálido, luego morado y por fin rojo de nuevo. “¡Agarren a ese animal!”, gritó casi echando espuma. es mío. Pero el rayo, terco como siempre simplemente no quiso regresar. Y cuando Mateo cruzó la entrada del rancho, el burro la atravesó junto con él. “Esto, esto es un robo”, berreaba Ricardo. Robo. Pero nadie hizo nada. Nadie se atrevió.
Era como si en ese momento hasta los hombres más valientes hubieran entendido que algo más grande estaba sucediendo allí. Con el corazón acelerado, Mateo siguió por el camino de tierra con el burro trotando a su lado como si fuera su viejo compañero de la infancia. Pero lo que él no sabía es que desde el balcón de la casa grande, una mujer observaba todo. Sus ojos estaban llorosos y sus labios temblaban como si reconociera a ese niño de algún lugar.
Y lo que ella descubre lo cambia todo. Mateo caminaba por el camino de tierra sujetando firme la cuerda improvisada que usaba como rienda. A su lado, el rayo lo seguía tranquilo, con la cabeza baja, como un viejo amigo que conocía desde hacía años. El niño miraba al frente, pero su mente estaba lejos. Lo que acababa de pasar parecía un sueño, o quizás una pesadilla confusa. “Un millón”, susurró para sí mismo, pateando una piedrita en el camino. “Un millón que nunca será nuestro.” El rayo bufó como si entendiera su tristeza y le frotó el hocico en el hombro en un gesto de cariño que dejó a Mateo con los ojos llorosos.
“¿A ti tampoco te agrada ese señor? ¿Verdad, compañero?”, dijo acariciándole la cabeza al animal. “A mí tampoco, pero lo que Mateo no sabía era que en el balcón de la casa grande del rancho, una mujer observaba todo, de piel morena clara, cabellos negros salpicados de blanco y ojos profundamente tristes. Ella apretaba el barandal con tanta fuerza que los dedos le temblaban. Su nombre era doña Isabel, viuda y hermana menor de Ricardo. Una mujer que, a diferencia de su arrogante hermano, cargaba en el pecho un corazón bondadoso, aunque muy herido por el pasado.
No, no puede ser, susurró apretando el collar que llevaba al cuello. Dentro de él, una pequeña foto amarillenta por el tiempo. La imagen mostraba un bebé, un bebé que ella nunca más vio. Sus ojos se llenaron de lágrimas y el pecho se le apretó como si el aire le hubiera faltado. Él”, susurró casi sin voz. “Es él.” Isabel dio la vuelta, corrió a su habitación, abrió una gaveta con llave y de allí sacó una caja de madera.
Dentro había cartas antiguas, fotos, documentos y en medio de todo una pulserita azul bordada con letras pequeñas de metal. Mateo, ¿será que Dios mío, será que es él de verdad? Balbuceaba con las manos temblorosas. Mientras tanto, Mateo seguía su camino hasta el pequeño Jacal, donde vivía con su abuela, doña Elena. Cuando llegó, soltó la cuerda en el suelo, se sacudió el polvo de las piernas y respiró hondo. El rayo se acostó a la sombra de un árbol, como si ese humilde lugar fuera su casa desde siempre.
¿Pero qué es esto, niño?, preguntó doña Elena, saliendo con una escoba en la mano. Sorprendida al ver al burro echado en la puerta, Mateo sonrió sin ganas. Larga historia, abuela, larga historia. Y en ese instante le contó todo, desde la apuesta, las risas, el desprecio del ascendado, hasta el momento en que el burro simplemente decidió seguirlo. Doña Elena escuchaba en silencio. A medida que él hablaba, sus ojos se iban llenando de lágrimas. Y cuando terminó, ella bajó la cabeza, apretó las manos y balbuceó levemente.
“Yo sabía”, murmuró casi como un susurro que se le escapó sin querer. Mateo se extrañó. “¿Sabía qué, abuela?” Pero ella desvió la mirada, respiró hondo y disimuló. “Nada, mi hijo, nada. Cosas de la cabeza de vieja.” Pero no eran cosas de su cabeza. Doña Elena sabía, sabía algo que Mateo ni sospechaba. Esa misma noche, mientras el cielo se llenaba de estrellas, la puerta de la casa se abrió de repente. Mateo, que ya estaba acostado en el colchón viejo, se levantó asustado.
El rayo también levantó las orejas y se puso de pie, atento. En la puerta estaba doña Isabel con los ojos rojos de tanto llorar, sosteniendo esa pulserita azul en la mano, miró a los ojos del niño y con la voz temblorosa preguntó, “Niño, ¿cuál es tu nombre?” Mateo, algo desconfiado, respondió, Mateo, señora, ¿por qué? Las lágrimas le escurrieron por el rostro. ¿Quién? ¿Quién era tu madre? El niño respiró hondo, cerró los ojos y respondió con ese dolor que nunca lo dejó.
Yo yo nunca la conocí bien. Solo sé que se llamaba Elena y me dejó cuando yo era muy pequeño. El cuerpo de doña Isabel flaqueó. Casi se cae, sujetándose del marco de la puerta. Dios mío, sollozó. No, no puede ser. Doña Elena se acercó rápido, sujetó a la mujer por los brazos e intentó calmarla. “Isabel, calma. No es el momento todavía”, dijo apretando sus manos. “Necesitas tranquilizarte.” Mateo, asustado, miraba de una a otra sin entender nada. “¿Qué está pasando aquí, abuela?
¿Quién es ella?”, preguntó con el corazón disparado. Doña Isabel apretó aún más la pulserita en la mano, se llevó la mano al rostro y con la voz ahogada dijo, “Niño, tú, tú eres mí.” Pero antes de que pudiera completar, pum, un estruendo hizo temblar la casa. La puerta fue abierta con violencia. “Au!”, gritó Ricardo entrando con dos matones armados. “Vine a llevarme lo que es mío. ” Mateo abrió los ojos de par en par. El rayo, asustado, se puso frente al niño como si fuera a protegerlo.
“Este burro es mío, chamaco miserable. Y tú, tú vas a aprender a no meterte conmigo nunca más.” rugió Ricardo con los ojos brillando de odio. Doña Isabel intentó ponerse delante abriendo los brazos. Ricardo, Ricardo, por favor, no hagas esto. Pero él no quiso escuchar. Estaba ciego, ciego de rabia, de soberbia, de un orgullo que siempre destruyó todo a su paso. Y antes de que cualquiera pudiera reaccionar, uno de los matones avanzó. Mateo se sujetó fuerte de la crín del rayo.
Su abuela gritó, “Isabel Sollozaba!” Y entonces el burro hizo algo que nadie esperaba. El matón, un hombre fuerte, de brazos anchos y cara de pocos amigos, avanzó con la cuerda en la mano, listo para laar el rayo. Pero de repente el rayo se encabritó con una agilidad que nadie imaginaba para un burro. Giró las patas traseras y dio una coz tan fuerte que el hombre salió volando hacia atrás cayendo de bruces en el suelo, desmayado. “Dios mío!”, gritó doña Elena llevándose las manos a la boca.
El otro matón intentó sacar un arma, pero antes de que pudiera levantarla, el rayo avanzó, mordió la pierna del hombre y lo derribó con todo. El burro se quedó de pie, bufando, encarando a Ricardo como diciendo, “Si tocas a este niño, te irá peor.” Mateo, escondido detrás del animal, se sujetaba fuerte de su crin, temblando, pero al mismo tiempo sentía que ya no estaba solo. Doña Isabel se puso frente a todo, extendió los brazos y gritó, “¡Basta, Ricardo, basta!
Esto va a terminar ahora. ” El haendado abrió los ojos de par en par, bufando de rabia, sin creer la escena que veía. “Tú perdiste el juicio, Isabel. Vas a defender a este chamaco, a este burro.” Escupió las palabras. “Ellos son basura.” Ella apretó el collar en su cuello, lo miró a los ojos y con la voz temblorosa pero firme respondió, “Este niño no es cualquier niño.” Ricardo abrió los ojos. “¿Cómo que no?” Ella respiró hondo, tomó la mano de Mateo, que estaba completamente confundido, y dijo con las lágrimas escurriendo, “Este niño es mi nieto.” Silencio.
Un silencio tan pesado que parecía que el mundo se detuvo. Ricardo movió la cabeza, dio dos pasos hacia atrás sin entender. “¿Estás loca? ¿Te estás volviendo loca?” Doña Isabel apretó aún más la mano de Mateo. “Sí, Ricardo, ¿sabías que mi hija Elena huyó de aquí hace más de 10 años? Tú, Tú la expulsaste de aquí, la llamaste traidora. una vergüenza para nuestra familia solo porque ella porque ella se enamoró de un hombre pobre y de color. El acendado desvió la mirada, apretó los dientes y respondió entre dientes y lo volvería a hacer.
Isabel contuvo el llanto, respiró hondo y continuó, “Pues bien, aquel bebé que ella llevaba, que tú juraste que nunca sería parte de esta familia, está aquí, Ricardo, está justo frente a ti.” Ella sujetó la pulserita azul, se la mostró a su hermano y dijo, “Mateo es el hijo de mi hija Elena, el niño que tú intentaste borrar de nuestra historia.” Él regresó. Mateo no sabía si llorar, si correr, si gritar. Miró a su abuela, que tenía los ojos llenos de lágrimas, y preguntó, “Abuela, ¿es verdad esto?” Doña Elena, con la voz ahogada solo asintió con la cabeza.
Sí, mi hijo. Sí, yo te crié para protegerte, para alejarte de este odio, de esta maldad, pero ya no se pudo esconder más. Mateo cayó de rodillas, se llevó las manos a la cabeza, completamente perdido. Entonces, entonces aquel hombre, aquel hombre que me humilló, que se rió de mí, ¿es mi tío?, preguntó mirando con los ojos llenos de lágrimas a Isabel. Ella se agachó, sujetó su rostro entre las manos y respondió, “No, él no es tu tío, mi amor.
Él Él es tu abuelo.” Mateo abrió los ojos de par en par. “¡Qué!”, gritó levantándose casi sin creerlo. Ricardo se puso pálido. Su boca se abrió, pero ninguna palabra salía. Se tambaleó, se sujetó al marco de la puerta y por unos segundos pareció que se iba a desmayar. “Esto, esto es mentira. Esto no puede ser verdad.” Balbuceaba temblando. Pero era era la verdad que él intentó esconder por años. Doña Isabel se levantó, lo miró y le habló firme con todo el dolor y la valentía de una vida entera sofocada.
Puedes tener todo el dinero del mundo, Ricardo. Puedes ser un ascendado millonario, dueño de todo lo que ves, pero nunca, nunca serás más grande que la verdad. Ella sujetó a Mateo de la mano, miró a doña Elena y dijo, “A partir de hoy, este niño no será más visto como basura, ni como nadie quiso tratarlo aquí. Es mi nieto y si alguien lo toca tendrá que vérselas conmigo. El asendado estaba inmóvil, sudaba frío, los ojos le temblaban sin poder reaccionar, pero en el fondo, muy en el fondo de su pecho, sintió una punzada extraña, un dolor que no era rabia, era culpa.
Isabel miró a Mateo, le pasó la mano por el rostro y susurró, “Perdóname. Perdóname por todo. Yo no sabía, mi amor. Si lo hubieras sabido, nunca habrías pasado por nada de esto.” Mateo, con los ojos rojos, contuvo el llanto y abrazó a la mujer. El rayo se acercó, puso el hocico sobre el hombro de los dos como si formara parte de esa escena. Pero mientras ellos se abrazaban, Ricardo apretó los puños. El orgullo, la soberbia, la arrogancia aún eran mayores que cualquier arrepentimiento.
Los miró, respiró hondo y gritó, “Esto no se va a quedar así. Yo todavía soy el dueño de este rancho y aquí yo todavía doy las órdenes.” Mateo se giró, lo miró a los ojos y, por primera vez en su vida no agachó la cabeza. “Yo ya no te tengo miedo.” El viejo se puso rojo de rabia, apretó los dientes y gritó, “Mañana, mañana mismo te voy a echar de aquí. Voy a acabar contigo y con ese burro.” Doña Isabel apretó la mano de Mateo y respondió sin parpadear.
Inténtalo, Ricardo, inténtalo, porque mañana tú serás quien se lleve la mayor sorpresa de su vida. El amanecer en ese rancho nunca pareció tan silencioso, tan pesado. Ricardo despertó decidido. El viejo hacendado millonario, acostumbrado a dar órdenes, a ser temido, a pisotear a quien él consideraba inferior, pensó que una vez más sería fácil. “Hoy, hoy acabo con esta payasada”, gritó golpeando la mesa de la cocina. se puso el sombrero, tomó las llaves de la camioneta y partió hacia la casa principal del rancho.
Al llegar, vio algo que lo hizo detener el vehículo a mitad de camino, con los ojos bien abiertos. Una multitud estaba reunida. Vecinos humildes del pueblo, antiguos trabajadores del rancho, gente a la que él despreció toda su vida, todos allí en el centro. Doña Isabel de pie sujetando la mano de Mateo y el rayo, con una silla brillando al sol, con la cabeza erguida, como si supiera que ese día, ese día era suyo. Ricardo bajó, cerró la puerta con fuerza y gritó, “¿Qué desorden es este en mi rancho!
Salgan de aquí ahora!” Pero antes de que diera un paso más, una camioneta negra lujosa entró a la propiedad. De adentro bajó un hombre de traje con un portafolio en la mano, lentes oscuros y cara de pocos amigos. “¿El señor es Ricardo Montero?”, preguntó mirándolo directamente. Soy yo quién es usted para invadir mi rancho de esa manera. El hombre abrió el portafolio, sacó algunos documentos y respondió, soy el abogado de la señora Isabel Montero y estoy aquí para informarle que a partir de hoy, según este documento firmado y registrado en el registro público con todas las cláusulas en regla, la posesión legal del rancho pasa a ser de ella.
Silencio. ¿Qué? gritó Ricardo con los ojos desorbitados, casi sin aire. Esto es una broma, una broma. Isabel dio dos pasos al frente, sujetó la mano de Mateo, miró a los ojos de su hermano y habló con toda la firmeza de una vida entera sofocada. “¿Creíste que podrías humillarme toda la vida, Ricardo? ¿Que podrías expulsar a mi hija, callarme, tratarme como una mujer frágil?” Ella levantó el papel en alto, pero hace muchos años nuestro padre dejó un testamento y en él decía que si tú cometías actos de discriminación, violencia o desrespeto a la familia, tu parte pasaría a mí.
Creíste que nunca tendría el valor de ejecutarlo? Ricardo se quedó sin palabras. No, esto es mentira. Es un fraude, es un fraude”, gritó arrancándose el sombrero de la cabeza y golpeándose el pecho. El abogado solo respondió, “Todo registrado, validado y firmado, señor Ricardo. Si quiere puede apelar, pero dudo que algún juez lo escuche después de todo lo que hay aquí en estos papeles y en los testimonios de estas personas.” El viejo miró a su alrededor y vio que nadie, absolutamente nadie, estaba de su lado.
Hombres a quienes humilló, mujeres a quienes despreció, trabajadores a quienes explotó, todos ahora estaban del lado de Isabel y de Mateo. Mateo, con la cabeza en alto sujetó fuerte la mano de su abuela y con la voz temblorosa, pero llena de valentía, dijo, “Durante toda mi vida escuché que no era nadie, que era basura, que nunca sería nada, solo porque soy pobre y de color.” respiró hondo, miró a los ojos de su abuelo y dijo, “Pero hoy, hoy les demuestro a usted y a todo el mundo que el color de mi piel no define quién soy.
Mi valor está en mi corazón, en lo que soy por dentro.” La multitud estalló en aplausos, gritos y lágrimas. El rayo relinchó fuerte, como si también celebrara. Doña Elena abrazó a Mateo llorando y dijo, “Mi hijo, ganaste. Ganaste.” Doña Isabel, emocionada, miró a todos y anunció, “A partir de hoy, este rancho ya no será lugar de humillación. Aquí nadie más será tratado como basura. Aquí todos tienen valor. Y con una sonrisa miró a Mateo y completó. Y tú, mi nieto, serás el nuevo administrador de este rancho.
Mateo se quedó con la boca abierta. Yo yo no sé si puedo, abuela. Ella lo tomó de los hombros, lo miró a los ojos y respondió, “Eres fuerte, eres valiente y tienes el corazón más hermoso que he visto. Y eso es lo que te convierte en el hombre que este rancho necesita.” Él abrazó a su abuela con fuerza. Las lágrimas le escurrían. Desde lejos, Ricardo, derrotado, humillado, sin amigos ni aliados, se dio cuenta de que durante toda su vida construyó cercas y muros cuando debió haber construido puentes, y con el corazón oprimido se dio cuenta de que su mayor error nunca fue apostar dinero, sino apostar que las personas de buen corazón nunca vencerían.
Y en ese día, en ese lugar, quedó demostrado que el amor, la valentía y la bondad son más fuertes que cualquier fortuna.
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