
En un lujoso restaurante, donde se había reunido la élite de Oriente Medio, el aire estaba impregnado de aromas a azafrán y oud.
Bajo las resplandecientes lámparas de araña, en la mesa principal, se sentaba un magnate del petróleo, un jeque cuya fortuna se estimaba en 43 mil millones de dólares. A su alrededor, influyentes invitados disfrutaban de exquisitos platos y de la música de los artistas.

La camarera, una joven elegante y reservada, los atendió. Nadie sabía que tras su mirada serena se escondía una historia compleja: había crecido en una familia de eruditos orientales y dominaba el árabe a la perfección desde niña. Pero tras la muerte de su padre, acabó en Dubái, trabajando turnos dobles para cuidar de su madre enferma.
Esa noche, mientras servía café, oyó los susurros despectivos de los invitados. Decían toda clase de cosas desagradables sobre ella. Pero la camarera se mantuvo profesional y en silencio. Entonces el jeque, decidido a humillarla delante de todos, dijo en voz alta en árabe:
— “Esta camarera occidental ni siquiera es digna de tocar mi preciado vaso con sus manos sucias.”
La risa inundó la sala. La camarera permaneció inmóvil, y el jeque, convencido de que no entendía nada, continuó lanzando insultos en árabe.
De repente, dejando con calma la bandeja sobre la mesa, la joven miró al jeque y habló en un árabe impecable que dejó a todos atónitos. Continúa en el primer comentario.

“من يهين امرأة على طعامه، يهين شرفه قبل ضيوفه.”
Man yuhīn imra’a ʿalā ṭaʿāmihi, yuhīn sharafahu qabl ḍuyūfihi.
“Quien humilla a una mujer en su mesa humilla su propio honor ante sus invitados.”
La sala quedó en silencio. Las risas de los invitados cesaron y una expresión de confusión apareció en el rostro del jeque. Su sonora carcajada fue reemplazada por un profundo silencio.
Durante la hora restante, cenaron en completo silencio. Nadie se atrevió a bromear ni a hablar en voz alta, como si las palabras de la camarera resonaran en el aire, recordándoles a todos lo que se había dicho.
Al terminar la cena, el jeque dejó una generosa propina sobre la mesa. Pero no se detuvo ahí: se levantó, rodeó la mesa y se acercó personalmente a la camarera.

—Perdóname —dijo en voz baja—. En este lujo, olvidé la humanidad. ¿Cómo es que hablas árabe tan perfectamente?
La camarera explicó con calma que su padre adoptivo había sido un erudito oriental que la había criado con respeto por la lengua y la cultura.
El jeque reflexionó, la miró atentamente y dijo:
— Ese talento no debería desperdiciarse. Si lo desea, le invito a trabajar conmigo como traductor.
Este fue el comienzo de un nuevo capítulo en su vida, un capítulo con el que nunca se había atrevido ni a soñar.
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