
Me llamo Marisol y tengo solo 20 años. Nací en un pequeño pueblo de Oaxaca , en una familia pobre. Mi padre murió joven y mi madre se quedó sola, luchando por sacarnos adelante a mis dos hermanas y a mí. Pero la pobreza nunca nos abandonó: las deudas crecieron, los cobradores venían cada semana y mi madre estaba prácticamente agotada.

Un día, una vecina llegó a casa y le dijo a mi madre que había un hombre mayor, soltero, en el pueblo vecino que necesitaba que alguien lo cuidara. Si aceptaba, le daría a mi madre 5 mil pesos ; una cantidad pequeña para muchos, pero en aquel entonces era como una fortuna para nosotros.
Me quedé en shock. Lloré, grité, no podía creer que mi madre hubiera tomado esa decisión. Me sentí como una mercancía vendida, como si me hubieran arrojado a un destino oscuro. Pero al ver la mirada desesperada de mi madre, sus manos temblorosas ocultando sus lágrimas, no tuve el valor de reprochárselo. Simplemente asentí en silencio, con infinita humillación.
La boda se organizó a toda prisa. La gente decía que tenía “suerte” por tener un “medio de vida”, pero en mi corazón solo había sombras. Él era mucho mayor que yo, ya con el pelo canoso y la cara llena de profundas arrugas. Pensé que mi vida se hundiría en un infierno: ser la esposa de un hombre viejo y desconocido, sin amor, sin esperanza.
En la noche de bodas, entré en el dormitorio con el corazón tembloroso. Pero lo que descubrí me dejó sin palabras: la habitación no estaba oscura ni fría. Sobre la mesa había un jarrón con flores frescas, y junto a él, un libro abierto con separador. Él estaba sentado junto a la cama, con una mirada serena y amable, sin rastro de la codicia ni el deseo que había imaginado.
Al verme nerviosa, sonrió suavemente y dijo:
No tengas miedo, hija. No me casé contigo para aprovecharme de ti ni para hacerte daño. Solo quiero darte un nombre, un techo, una familia. He vivido toda mi vida en soledad… Y ahora solo quiero compañía. No voy a obligarte a nada.
Me quedé paralizada. El miedo desapareció poco a poco y fue reemplazado por asombro. No me llamaba “esposa”, sino “hija”.
Con el tiempo supe la verdad: se llamaba Don Esteban y había perdido a su única hija en un accidente hacía muchos años. Desde entonces, ha vivido aislado, dedicándose a obras de caridad y ayudando a los más necesitados. Cuando se enteró de la situación de mi familia, no pudo quedarse de brazos cruzados. Esa “compra” fue solo una forma de protegerme de los chismes de la gente y permitirme entrar a su casa con dignidad.
Día tras día me daba cuenta de que me trataba con verdadera bondad. Me animó a estudiar, incluso escondiendo dinero para enviárselo a mi madre y ayudar a mis hermanas. Me enseñó a leer más, a pensar diferente, a vivir con generosidad.
Pasó el tiempo y dejé de culpar a mi madre. Comprendí que, en su desesperación, había elegido lo único que podía salvarnos. Y también comprendí que la vida es extraña: a veces, donde parece que solo hay oscuridad, puede encenderse una luz inesperada.
Tres años después, gracias a su apoyo, terminé mi carrera técnica en enfermería. Ahora podía trabajar, mantenerme y ayudar a mi familia. Y él seguía a mi lado, no como un esposo, sino como un padre adoptivo cariñoso .
Una tarde me entregó una libreta de ahorros a mi nombre. Sonrió y dijo:
Ahora eres libre de buscar tu propia felicidad. Solo te pido que me recuerdes como un padre. Con eso me basta.
Lo abracé llorando. Nunca imaginé que de un camino marcado por la desesperación nacería un vínculo tan puro.
Hoy, al recordar esa etapa, ya no pienso que mi madre me “vendió”. Creo que fue una extraña jugada del destino. Gracias al sacrificio de mi madre y al corazón bondadoso de Don Esteban, hoy tengo una vida diferente: tranquila, llena de amor y esperanza.
Để lại một phản hồi