En la noche de bodas, mi esposa se negó una y otra vez a consumar el matrimonio. Yo, lleno de sospechas, levanté la manta… y lo que descubrí me hizo arrodillarme, implorando perdón.

La ceremonia acababa de terminar, y toda la familia, tanto de padres como de madres, nos colmó de bendiciones. Yo, Alejandro, aún me sentía embriagado por el tequila y la felicidad de mi boda. La mujer con la que me acababa de casar, Marisol, era una joven dulce y modesta; todos decían que tuve suerte de haberla encontrado.

Se suponía que la noche de bodas sería el momento más sagrado y dulce de nuestras vidas. Sin embargo, Marisol se comportó de forma extraña. Desde que entramos en la habitación, él se sentó en silencio al borde de la cama, con las manos entrelazadas y temblorosas. Pensé que quizá era timidez, así que intenté bromear con ella suavemente para tranquilizarla. Pero cuanto más me acercaba, más me evitaba, negándose rotundamente a dejarme acercarme.

Pasó el tiempo y mi paciencia empezó a agotarse. Una sensación de incomodidad, incluso de ira, me invadió. Una pregunta inquietante resonó en mi mente:
“¿Me estará ocultando algo Marisol?”.

La noche avanzaba y en la habitación solo quedaba la tenue luz amarillenta de la lámpara. Ella seguía acurrucada bajo las sábanas, temblando. Me acerqué, le puse la mano en el hombro y le pregunté con dulzura:
“¿Qué te pasa?”. Ya somos maridos, ¿no confías en mí?

Marisol frunció los labios, con los ojos inundados de lágrimas. Él no dijo ni una palabra, simplemente se cubrió aún más con la manta. Ese silencio suyo me aceleró el corazón.

En un momento de ira mezclada con curiosidad, decidí levantar la manta. Y en el instante en que lo hice… Lo que apareció ante mis ojos me heló la sangre y me rompió el alma.

En el cuerpo de Marisol había cicatrices antiguas, largas y cortas, marcadas en la espalda, los brazos y las piernas. Me quedé inmóvil, con el corazón en un puño, como si alguien lo estuviera estrangulando. Miré el rostro de mi esposa: tenía los ojos cerrados y las lágrimas rodaban por sus mejillas, como si esperara un juicio inminente.

Solté la manta de inmediato y me arrodillé frente a ella, con la voz entrecortada:
«Marisol… ¡perdóname! Me equivoqué… ¡Por favor, perdóname!»

Abrió los ojos, sorprendida. Quizás no esperaba esa reacción. Con manos temblorosas, tomé las suyas y le susurré:
“¿Qué significan estas cicatrices? ¿Qué te pasó? ¿Por qué nunca me lo dijiste?”

Tras un largo silencio, Marisol empezó a relatar entre sollozos. Antes de conocerme, había tenido una infancia marcada por el dolor. Sus padres murieron cuando era niña y la enviaron a vivir con parientes lejanos. Pero en lugar de recibir cariño, la trataron como una carga, la obligaron a trabajar incansablemente y la maltrataron cruelmente. Cada cicatriz en su cuerpo era la huella de ese oscuro pasado.

Al crecer, Marisol intentó escapar de esa pesadilla y llevar una vida normal. Sin embargo, los recuerdos quedaron grabados en lo más profundo de su corazón, llenándola de miedo, vergüenza y dudas de que alguien pudiera amarla de verdad. Cuando aceptó casarse conmigo, estaba feliz, pero también aterrorizada. Y esa noche de bodas, los fantasmas de su pasado regresaron, impidiéndole rendirse.

Al escucharla, la abracé con todas mis fuerzas. Mis lágrimas cayeron sobre su hombro. Le susurré al oído:
«Ese pasado no define quién eres hoy. Para mí, eres la mujer más valiosa del mundo. Tus cicatrices no te quitan belleza; al contrario, hacen que él te ame y te respete aún más».

Marisol rompió a llorar en mis brazos, aferrándose a mi camisa como si por fin pudiera soltar el peso que había cargado durante tanto tiempo. Aquella noche de bodas, en lugar de ser una noche de placer como en otros matrimonios, se convirtió en una noche de comprensión y profunda unión.

Desde entonces, aprendí a valorar aún más a Marisol. Comprendí que el amor verdadero no significa perfección, sino también aceptar y proteger las heridas del otro. No me importaba su pasado; solo quería construir un futuro con ella en el que esas cicatrices fueran solo un recuerdo lejano.

Años después, al recordar aquella noche, Marisol seguía sonrojada. Yo solo sonreía, porque comprendí que el instante en que levanté la manta no solo me reveló una verdad oculta, sino que también me enseñó lo que significa el amor verdadero.

La noche de bodas, el comienzo de una vida juntos, no estuvo marcada por flores ni vino, sino por lágrimas compartidas y una promesa eterna: no importaba cuán doloroso fuera el pasado, el futuro siempre nos encontraría tomados de la mano hasta el final de nuestros días.

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