
Los médicos decidieron desconectar a la mujer de las máquinas de soporte vital: el marido se inclinó para despedirse de ella, pero entonces notó algo aterrador.
—Lo siento, señor —dijo el médico en voz baja—, pero lo más probable es que su esposa no vuelva a despertar. Es demasiado duro para ella. Tiene que firmar los documentos para que podamos apagar las máquinas.

El hombre, apenas conteniendo las lágrimas, miró a su esposa.
—Doctor… ¿pero no hay siquiera una mínima posibilidad? ¿No deberíamos esperar un poco más?
El médico meneó la cabeza.
—No tiene sentido. Solo respira gracias a las máquinas. Entiendo cuánto te duele esto… Pero créeme, a ella le duele aún más. Debes dejarla ir.
Esas palabras sonaron como una sentencia de muerte. El hombre la amaba más que a nada en el mundo. Tras el accidente, su vida cambió para siempre. Durante casi dos meses, no se separó de su cama: durmió en el hospital, le tomó la mano, le habló de los niños, de su hogar, de la vida que le esperaba.
En casa, dos hijos preguntaban todos los días:
—Papá, ¿despertará mamá? ¿Volverá con nosotros?

Y él, enjugándose las lágrimas, respondió:
—Por supuesto, muchachos, tenemos que creer.
Pero la fe se debilitó cada vez más. Y entonces llegó el día en que los médicos dieron su veredicto final. El hombre firmó los papeles, aunque le temblaban tanto las manos que apenas podía sostener el bolígrafo. Apagaron las máquinas. Una señal estridente resonó en la habitación y el silencio se volvió insoportable.
Apretó con fuerza la mano de su esposa, presionó sus labios contra sus dedos y susurró:
—Siempre te amaré. Eres la mejor esposa y madre. Descansa ahora, mi amor. Les diré a nuestros hijos qué madre tan maravillosa tuvieron.
Se inclinó para besarla en la frente… y de repente se quedó paralizado. Sus ojos se abrieron de par en par, horrorizado. El hombre había notado algo… Continúa en el primer comentario.
La mujer seguía respirando. Al principio apenas perceptible, luego más profundamente, como si sus pulmones hubieran recuperado la vida por sí solos. Las máquinas ya llevaban varios minutos apagadas, pero su pecho subía y bajaba al ritmo de su respiración.
—Esto… es imposible… —susurró uno de los médicos.

Pero era la realidad. Respiraba por sí sola. Eso solo significaba una cosa: su cuerpo luchaba, no se había rendido.
El hombre lloró, abrazándola y llamándola por su nombre.
—Amor mío, ¿me oyes? Volviste… Sabía que eras fuerte. ¡Creí!
Los médicos iniciaron inmediatamente la reanimación y revisaron los valores. Y aunque le esperaba una rehabilitación larga y difícil, el milagro se había producido: la mujer había vuelto a la vida.
Unas semanas después, abrió los ojos por primera vez. Su mirada era débil, pero en ella brillaba lo más importante: ella estaba allí.
El hombre le tomó la mano y sonrió entre lágrimas:
—Bienvenido a casa, mi amor.
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