Su esposo la obligó a abortar para poder estar libre con su amante. Pero ella decidió dejarlo todo, huir a Cebú y, en secreto, dio a luz a dos niñas gemelas. Siete años después, regresó con sus hijas para castigar a su exmarido a cada paso.

Era una noche lluviosa en Tagaytay. Marites estaba sentada en el suelo frío, abrazando su vientre, que se iba encorvando lentamente. En la sala, Adriáp hablaba en voz baja con una mujer a la que no hacía falta adivinar. Ya no tenía fuerzas para preguntar: todo estaba claro.

Lo había sacrificado todo: regresó a su trabajo, ayudó a Adriáp a levantar su restaurante en Tagaytay y se humilló. Pero cuando el negocio prosperó, las primeras palabras que escuchó fueron: «Ahora te amo».

Al principio, pensé que lo aguantaría. Por el bebé. Pero entonces Adriá tiró la ecografía y dijo fríamente: «Hazlo, yo lo pago todo», solo para darse cuenta de que no había nada a lo que regresar.

Guardó en silencio la poca ropa y el dinero que había ahorrado en su mochila. Antes de irse, miró la foto de la boda en la pared y dijo: «No volveré a llorar».

Tomó el autobús a Cebú: la ciudad era lo suficientemente grande para esconderse, lo suficientemente lejos para ser vista de nuevo y lo suficientemente lejos para empezar de nuevo.

Cuando llegó, tenía cinco meses de embarazo. Sin hogar, sin familia, sin trabajo… solo con el deseo ardiente de vivir para su hija.

Consiguió trabajo de camarera en una cafetería cerca del muelle. La señora, doña Pilar, sintió lástima por ella y le ofreció alojamiento en una pequeña habitación detrás de la cocina. «Así es la vida de mujer. A veces hay que ser más valiente de lo que uno cree», solía decirle.

En octubre, nacieron gemelas en el hospital del distrito. Las llamó Amiha y Liway, con la esperanza de que sus vidas fueran tan serias y fuertes como sus nombres.

Pasaron siete años. Marites ya tenía una pequeña floristería en la calle Coló, suficiente para mantener a los tres. Las gemelas eran inteligentes: Amiha, alegre; Liway, seria… pero ambas adoraban a su madre.

Una Navidad, mientras veía las noticias, Marites vio a Adriáp en la televisión: ahora un exitoso hombre de negocios en Tagaytay, dueño de una cadena de restaurantes, casado con Catriona, y aún enamorado. Tomados de la mano, sonreían a la cámara como la familia perfecta.
Pero a Marites ya no le hervía la sangre. La ira había desaparecido; solo quedaban la decepción y la risa amarga.

Miró a sus hijas, ahora hermosas y llenas de vida. Niñas que su padre una vez quiso abortar, pero que ahora eran su mayor fortaleza.

Esa noche, escribió en su publicación de Facebook, que había permanecido en silencio durante siete años:
«He vuelto. Y ya no soy la Marites de ayer».

El regreso

Después de Navidad, Marites se mudó con los gemelos a Tagaytay. Regresó a una pequeña casa cerca del centro y la llamaron Mariel Saatos.

No necesitaba el reconocimiento de Adria. Solo quería verlo sentir el mismo amargo rechazo y abatimiento.

Solicitó un puesto como coordinadora de eventos en los restaurantes de la cadena Adriáp. Con su identidad, rápidamente se hizo conocida como Mariel: profesional, fuerte y con quien era fácil trabajar. Adriáp no la reconoció; al contrario, parecía obsesionado con el carisma de la empleada.

—¿Me suenas? ¿Nos conocemos? —preguntó Adriá en la fiesta de la empresa.

Mariel sonrió, con un destello frío en la mirada:
«Quizás sea un sueño. Pero soy de esas mujeres que se olvidan fácilmente».

Una extraña quietud se apoderó del pecho de Briáp.

El descubrimiento

Semanas después, Adriáp empezó a sentirse atraído por la presencia de Mariel. Pero ella, por su parte, le dio pistas: la canción típica que solía escuchar, el plato que solía prepararle a Mariel en su cumpleaños, el verso de poesía que solía compartir con ella.

Adriáp no pudo callarse. ¿Qué era realmente Mariel?

Comenzó a investigar su pasado, y el resultado fue: Mariel Saatos, originaria de Cebú, madre soltera de gemelos.

¿Gemelos? Un escalofrío la recorrió.

Un día, fui inesperadamente a casa de Mariel. Al abrirse la puerta, aparecieron dos chicas. Ella lo miró y le preguntó:
«Tito, ¿por qué me parezco tanto a ti?».

Fue como si le hubiera arrojado un cubo de agua fría a Adriáp.

Mariel salió, llevándola:
—Así es, ya viste. Ya conoces a tus hijas.

Adriapa palideció.
“¿Tú… eres Marites?”

Ella asintió.
«No. Soy la madre de las niñas que obligaste a abortar. La mujer que mataste para estar contigo te amaba».

Adria estaba atónito. Todos los recuerdos lo asaltaron: la vez que rechazó a su hijo, la frialdad de sus palabras. Y ahora, frente a él, estaban dos niñas vivas que eran la prueba de su pecado.

Esa misma noche, Adriáp regresó a casa de Mariel y se arrodilló frente a la puerta. Gritó:
«Perdóname. Dame una oportunidad. Déjame ser mi padre».

Pero Mariel respondió con firmeza:
«No tienes derecho a ser padre. Tú no las elegiste. Debiste luchar por ellas, las derribaste. ¿Ahora quieres redimirte? Mis hijas no son trofeos de tu arrepentimiento».

—“Sólo quiero pagar por mi error…”

—Pagarás —interrumpió—. A partir de mañana, transferirás el 20% de las acciones de tu restaurante a la Fundación para Madres Solteras. Y lo escribirás tú mismo: como disculpa.

Adriá tembló: “¿Les dijiste a las chicas que me presionaran?”

Mariel sonrió fríamente:
«No. Lamento tu pecado de enseñarte responsabilidad».

Meses después, Mariel y las gemelas regresaron a Cebú. Adriáp se quedó: delgado, callado y visitante diario de la fundación que llevaba su nombre. Escuchó las historias de las mujeres cuyos maridos había asesinado, igual que había hecho con Marites.

Una tarde, Amihap le preguntó a su madre:
“Mamá, ¿por qué no podemos llamarlo papá?”

Mariel acarició el cabello de los gemelos, sorprendida:
«Porque él no los eligió. Pero yo, yo simplemente los dejé. Así que llámame mamá, es suficiente».

Y ahí termina la historia: no con un grito de ira, sino con el silencio de una mujer fuerte. Ella eligió luchar por su dignidad y convirtió su propia fuerza en su arma.

Ella es la mujer que una vez fue derribada, pero que al final se levantó y probó la justicia.

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