
Mi hija tenía miedo de quedarse con su abuela mientras yo estaba en el trabajo: decidí instalar una cámara oculta y vi algo terrible.
Cuando mi hija era muy pequeña, no tenía previsto volver al trabajo tan pronto. Pero las circunstancias me obligaron y casi no tuve otra opción. No hubo tiempo para buscar una niñera; todo sucedió de repente. Entonces, mi suegra me lo sugirió:
—Déjala conmigo. Estoy en casa de todas formas, no es ninguna molestia.
Al principio, incluso suspiré aliviada. ¿Quién, si no una abuela, la cuidaría mejor? La primera semana fue tranquila. Me fui con el corazón aliviado, y cuando regresé los vi juntos; parecían estar jugando, y mi hija se veía feliz.

Pero pronto algo empezó a cambiar. Mi niña se volvió cada vez más retraída. Se despertaba por la noche llorando, abrazándome con fuerza como si temiera que desapareciera. Durante el día, se volvía callada y seria, y cuando volvía del trabajo, no se separaba de mí.
Una mañana, mientras me preparaba para ir a trabajar, mi hija me agarró la mano y me susurró casi en un susurro:
—Mamá… no me dejes con la abuela. No quiero…
Estaba confundida. Pensé que era solo un capricho infantil, algo que se imaginaba, quizá la abuela le había prohibido algo y estaban enfadadas la una con la otra. Pero esas palabras se me quedaron grabadas.
Al día siguiente, decidí instalar una cámara. Solo para asegurarme de que todo estuviera bien.
Por la noche, al reproducir la grabación y ver lo que ocurría en casa en mi ausencia, me quedé paralizada del horror. Jamás pensé que mi propia suegra pudiera tratar así a un niño . Continúa en el primer comentario.

En la pantalla vi a mi hija sentada en la alfombra con sus juguetes. Mi suegra estaba cerca. Pero en cuanto la niña empezó a llorar, la abuela la agarró de repente, la arrastró hasta el armario y la empujó dentro.
Desde la oscuridad se oía a mi hija llorar y dar golpes, mientras mi suegra permanecía sentada tranquilamente en la silla, como si nada ocurriera.
—Llora ahí dentro —dijo fríamente.
Estuve a punto de detener la grabación, pero seguí mirando. Y vi cómo, más tarde, cuando mi hija salió de nuevo e intentó abrazarla, la abuela la apartó bruscamente y le apretó la manita con tanta fuerza que la niña gritó de dolor.
Entonces se inclinó y dijo con voz sibilante:

—¡Cállate! O volverás al armario. Hoy te quedas sin comer.
Me temblaban las manos. Me senté frente a la pantalla y comprendí que aquello no era producto de la imaginación infantil; era el infierno en el que ella vivía mientras yo trabajaba para nosotros.
Me llevé a mi hija inmediatamente. Entregué la cámara con las grabaciones a la policía. El juicio duró mucho tiempo, pero las pruebas eran irrefutables.
Desde entonces lo he comprendido: la sangre no siempre significa alma. Y a veces suceden cosas terribles justo donde menos te lo esperas.
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