
Durante el funeral, el abuelo oyó de repente ruidos extraños provenientes del ataúd y decidió abrirlo: al levantar la tapa, todos se quedaron paralizados al ver lo que había dentro.
En un pequeño pueblo donde todos se conocían, el día del funeral parecía el más sombrío de la historia. Todos se habían reunido para despedir a la niña que había sido una alegría para todos los que la rodeaban.

El abuelo estaba de pie al borde de la tumba, sosteniendo su sombrero y una rosa solitaria entre las manos. Su rostro reflejaba un dolor nunca antes visto. Le temblaban los hombros, sus labios susurraban palabras silenciosas. Parecía más pequeño, como si el peso de la pérdida lo hubiera doblegado para siempre. La gente a su alrededor bajaba la mirada, incapaz de soportar su sufrimiento.
El abuelo había cuidado de su querida nieta desde su infancia, ya que ella no tenía otros parientes.
Permaneció inmóvil durante largo rato mientras el ataúd era bajado a la tierra. Y en el momento en que la tapa de madera le ocultó el rostro de su amada nieta, el corazón del anciano pareció partirse en dos.

Su respiración se volvió entrecortada, cayó de rodillas, aferrándose al sombrero contra su pecho. Lágrimas, que nunca antes había mostrado a nadie, brotaron sin cesar y cayeron al suelo.
La multitud guardaba silencio. Parecía como si todo a su alrededor se hubiera detenido. Y de repente, cuando el silencio se apoderó de la tumba, el hombre se quedó paralizado. Entre los sollozos y el sonido del viento, el anciano oyó algo… muy extraño. Como si un sonido tenue, casi imperceptible, proviniera del interior del ataúd.
Al principio, pensó que solo era un espejismo, producto del dolor. Pero el sonido se repitió, corto, como un gemido.
El abuelo palideció y sus ojos se abrieron desmesuradamente. Con mano temblorosa, tocó el párpado y, reuniendo sus últimas fuerzas, lo levantó. Los presentes jadearon, incapaces de comprender lo que ocurría.
Lo que vieron dentro dejó a todos atónitos. Continúa en el primer comentario.

Junto a la niña yacía su gato. El pequeño animal, acurrucado junto a su dueña, parecía decidido a no abandonarla ni siquiera en la muerte. De algún modo se había colado en el ataúd sin que nadie se diera cuenta.
La multitud quedó paralizada por el horror. ¡El animal casi había sido enterrado vivo! Alguien se apresuró a sacar al gato. Estaba vivo pero débil, casi inmóvil, como si las horas en el espacio reducido le hubieran agotado sus últimas fuerzas.
Todos miraron al gato, asombrados por su lealtad. Para el abuelo, sin embargo, aquello fue el golpe final. Volvió a llorar, pero ahora sus lágrimas no eran solo de desesperación, sino también de una amarga ternura.
Unos días después, la gata murió. Fue como si hubiera seguido a su dueña, incapaz de permanecer en un mundo sin ella.
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