
El hijo había acudido al funeral de su madre únicamente por la herencia, pero al inclinarse para despedirse, notó un extraño movimiento en el ataúd.
El hijo permanecía junto al ataúd de su madre. Todo parecía indicar que estaba abrumado por el dolor: ojos húmedos, manos ligeramente temblorosas. Familiares y vecinos reunidos a su alrededor lo observaban en secreto y asentían con compasión. Nadie sospechaba que, en su interior, no reinaba la tristeza, sino una fría determinación.

Hacía tiempo que se había distanciado de su madre. Solo la llamaba cuando necesitaba dinero, siempre con una excusa: deudas, una parte del negocio, problemas en el trabajo. La madre confiaba en su único hijo, lo ayudaba, sin sospechar jamás que se aprovechaban de su bondad. Y una mañana, el hijo recibió la terrible noticia: su madre había fallecido repentinamente de un infarto.
Para el hijo, esta era una oportunidad, porque después de su madre, el negocio, la casa y el coche le pertenecerían a él. No había otros herederos.
En el funeral, todos lloraban: las mujeres se cubrían el rostro con pañuelos negros, los hombres permanecían serios, secándose las lágrimas. Solo el hijo se mantenía indiferente. Pero para guardar las apariencias, para mantener la imagen del «hijo amoroso», se acercó al ataúd. Se inclinó sobre su madre, fingió sollozos amargos y se secó una lágrima imaginaria. La gente le creyó, pensando que realmente estaba de luto.
Por dentro, sin embargo, era completamente distinto. «Por fin, tu protección ha terminado, ahora todo es mío», pensó, e incluso sonrió. Para ocultarlo, se acercó al rostro de su madre y susurró:
—Ahora tu dinero es mío… miserable avaricioso.

Quiso levantarse y volver a su sitio cuando, de repente, notó un extraño movimiento en el ataúd y casi se desmaya del susto. Continúa en el primer comentario.
Al principio, le pareció una ilusión óptica: un leve movimiento de la mano o los pliegues de la ropa. Pero cuando los párpados de su madre temblaron, sus piernas cedieron.
El ataúd pareció cobrar vida. La mujer abrió lentamente los ojos, y su mirada estaba llena de poder. Los presentes jadearon, algunos gritaron, pero nadie podía apartar la vista.
—Así que no me mintieron… —su voz era baja pero clara—. Solo quieren mi dinero. A mí… me odian. Lo oí todo.

El hijo palideció, jadeó y retrocedió tambaleándose, a punto de caer. Sintió como si el suelo se hubiera desvanecido bajo sus pies. Todas las miradas se posaron en él, y la farsa se había vuelto inútil.
Resultó que el funeral había sido un montaje. Los médicos y los allegados de la madre sabían de su supuesta muerte. Había sobrevivido al infarto, pero decidió jugar a otro juego: ver cómo reaccionaría su hijo.
Y ahora la verdad ha salido a la luz. Quien quería heredar su propiedad se ha quedado con las manos vacías.
Las lágrimas ahora eran reales, pero no de dolor, sino de miedo y vergüenza.
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